Nacional| 20 Dic 2008 - 10:00 pm
Los reparos a un megaproyecto hidroeléctrico
Por: Alfredo Molano
El escritor y periodista Alfredo Molano descubre uno a uno los “peros” de la construcción del embalse Urra II, un proyecto en el que está empeñado el alto Gobierno, y nos presenta, a su estilo, una desoladora radiografía ambiental.
Embalse Urrá I
Urrá I entró en funcionamiento en el año 2000. El embalse inundó 7.400 hectáreas y la obra costó 800 millones de dólares, que fueron financiados por la banca mundial.
La carretera entre Medellín y Montería es un mirador privilegiado de metáforas vivas. En la salida misma de la que se llamó la “tacita de plata”, agobian las comunas, debatiéndose entre la pobreza y el delito; más adelante, en zona fría, La Montaña —Don Matías y Santa Rosa— que huele a seminario y a leche. En el lomo de la cordillera, Valdivia, con sus casas encaramadas sobre el precipicio, y bajando hacia el río Cauca, sobre las cunetas de una carretera siempre en construcción, 232 ranchos, unos hechos con orillos de madera, llamados chilapos; otros, con cartón encerado, y los más, con plástico negro. Son las viviendas de campesinos expulsados de sus tierras hace 20 años que no acaban de llegar.
Más abajo, el río Cauca, impetuoso, envenenado con detergentes y matamalezas y, a sus orillas, las haciendas de los terratenientes paisas, mitad honrados, mitad mafiosos: ganado fino que reina en las vegas y en algunas donde hay humedales, hatos de búfalos. El búfalo, más depredador que la vaca, vive de la hierba de pantanos y con sus pezuñas y su peso aprieta la tierra y facilita la desecación. Es una máquina de hacer desierto, por lo que lo usan sus dueños para ganarles tierra a las ciénagas.
Por naturaleza, los terratenientes son expansionistas: les compran —o les compran— a los vecinos, desecan espejos de agua —que no les pertenecen— y corren las cercas hasta las bermas mismas de las carreteras, con el argumento de impedir invasiones. Es el paisaje económico entre Tarazá —tierra de Cuco Vanoy—, Caucasia —haciendas de Macaco— y Montería —tierras ubérrimas—. En el fondo es la historia expansiva y depredadora de la gran ganadería que ha imperado en Córdoba desde mediados del siglo XIX y que explica buena parte de la violencia que vive la región desde el asesinato de Gaitán. Pero es, además, el principio en que se funda la decisión del gobierno de Uribe de construir el embalse Urrá II, alias, “Proyecto río Sinú”. Las hidroeléctricas de Córdoba no son un asunto de energía y ni siquiera de aguas. Son un problema de tierras.
El río Sinú nace en el Paramillo, páramo excepcional que recoge las aguas de los ríos Tigre, Manso y Esmeralda; lo estrecha la loma de Quimar —donde se construyó Urrá I— y luego se riega por las sabanas, alimenta las ciénagas y desemboca en Tinajones. Su hermano gemelo, el San Jorge, hace el mismo oficio, pero bota sus aguas al Cauca, en la depresión momposina. Todas son tierras riquísimas para los ganaderos por la fertilidad del suelo, y riquísimas también para los campesinos que cultivan maíz, yuca, malanga y que son, a su vez, pescadores.
En el fondo, estas modalidades de aprovechamiento de la riqueza criada por los ríos son la causa de un conflicto social que desde la importación del pasto pará, a fines del siglo XIX, no cesa. Los ganaderos buscan, por cualquier medio, desecar las ciénagas para ampliar sus haciendas, y los campesinos —trabajadores anfibios, herederos de los zenúes— resisten porque de ellas proviene su comida. Desde los años 50 del siglo pasado, políticos, empresarios y hacendados sueñan con planes que regulen las aguas. Los distritos de riego construidos por el Incora en los años 60 y los proyectos Urrá I y Urrá II obedecen a ese propósito y han desencadenado enfrentamientos sociales que desembocan en la guerra entre paramilitares y guerrillas.
La última guerra civil (1899-1902) movilizó los ejércitos conservadores antioqueños hacia el Sinú para cerrar el paso de los liberales atrincherados en Panamá. Los antioqueños descubrieron así unas tierras ocupadas por bosques ricos en maderas finas —que terminaron siendo explotadas por compañías extranjeras— y por una población indígena desplazada por negros cimarrones o libertos, desplazados a su turno por mestizos —o chilapos—, todos pescadores y todos agricultores y todos ocupando territorios definidos. Los hacendados, todos blancos y ricos, llegaron de Bolívar, de Antioquia y de Magdalena.
En los años 30, cuando López sacó adelante la función social de la propiedad, los terratenientes ocupaban tierras baldías con sus ganados para hacer actos de posesión sobre ellas, y los campesinos invadían tierras baldías o no con el mismo propósito. Los hacendados eran también militares y políticos, como el coronel Francisco Burgos y el general Pedro Nel Ospina, símbolos de un terratenientismo desaforado; y de otro lado, los campesinos eran sindicalistas organizados por Vicente Adamo, un anarquista italiano, o por Juana Julia Guzmán, una “mulata briosita”.
La ocupación de tierras y ciénagas se acentuó durante la Violencia de los 50. Julio Guerra se levantó en el alto San Jorge contra la persecución de los chulavitas y controló hasta los años 60 la región del Paramillo, donde a fines de la década nació el Epl. En las sabanas, los campesinos afianzaban sus posesiones con Baluartes y Colonias Campesinas, mientras el gobierno valorizaba las tierras con la construcción de carreteras —de Turbo a Valencia, de Arboletes a Montería, de Turbo a Pueblo Bello—. Justo por la alta rentabilidad de la tierra, el Frente Nacional impulsó tres grandes proyectos de reforma agraria y de riego en Córdoba, auspiciados por la Alianza para el Progreso.
No obstante, la redistribución de la propiedad fue mínima. Entre 1968 y 1975 se adjudicaron 4.203 hectáreas a 300 familias, pero se desecaron más de 10.000 hectáreas de ciénagas y humedales, que caerían tarde o temprano en manos del latifundio. No le faltó fundamento a Apolinar Díaz Callejas, ministro de Agricultura de Lleras Restrepo, cuando concluyó que el Incora “protegió el latifundio ganadero al institucionalizar la ganadería extensiva como ‘adecuada’ forma de explotación de la tierra”. El mismo Lleras fue consciente de la tendencia y trató de impedirla al organizar la ANUC, que en Córdoba llegó a tener más de 30.000 campesinos y pescadores asociados.
Tomado de : http://www.elespectador.com/impreso/nacional/articuloimpreso100701-viaje-al-corazon-del-alto-sinu
Enviado por : Raul Vasquez - Ecosocial
domingo, 21 de diciembre de 2008
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